Memoria selectiva y olvido conveniente

 


En los últimos días, la noticia de la cesión de la "Cárcel del Pueblo" —ese sótano lúgubre en el corazón de Montevideo, en la calle Juan Paullier 1190— al ámbito educativo ha reavivado un debate que en Uruguay creíamos superado, pero que, en realidad, nunca se cerró del todo.

En su origen fue un centro de detención improvisado por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), donde se secuestraron y retuvieron a figuras como Carlos Frick Davie y Ulises Pereira Reverbel durante un año entero en condiciones inhumanas,

Hoy se planea su entrega a la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) por parte del Ministerio de Defensa, según las autoridades para "darle vida" y evitar que se convierta en un "santuario" o un "botín de guerra".

Pero esta decisión no es solo administrativa: es un intento velado de diluir una memoria que incomoda, de borrar las huellas de un pasado que no encaja en el relato oficial de la izquierda marxista, esa que hoy gobierna y que hace gala de una selectividad histórica tan sesgada como un espejo roto.

La izquierda uruguaya, heredera ideológica de los tupamaros, ha construido un discurso político que se nutre del victimismo y la idealización: los guerrilleros como "muchachos idealistas" que lucharon contra la opresión, precursores de la democracia restaurada en 1985. Es un relato emotivo, casi poético, que omite el contexto crudo: los tupamaros no nacieron para combatir la dictadura —que solo irrumpiría en 1973—, sino en plena democracia de los años 60.

Sus acciones, lejos de ser románticas gestas, fueron un catálogo de violencia sistemática: 102 robos a mano armada, como el asalto al Casino de Carrasco o a la Financiera Monty para financiarse; 20 secuestros políticos, incluyendo el del diplomático británico Geoffrey Jackson y el asesinato de Dan Mitrione en 1970; 76 homicidios selectivos, emboscadas a policías y atentados con bombas contra bancos, embajadas y medios de comunicación, como el de la radio Ariel en 1968.

En un país que se jactaba de ser la "Suiza de América", estos actos no eran resistencia; eran terrorismo urbano que sembró miedo y divisiones en una sociedad democrática, allanando paradójicamente el camino para el golpe de Estado que tanto denuncian.

Ceder la "Cárcel del Pueblo" —o rebautizarla como mero "espacio educativo" con una placa que diga "acá pasaron cosas"— responde a esa memoria hemipléjica: funcional al relato que quiere imponer una narrativa monolítica, donde los excesos de la guerrilla se diluyen en la épica de la lucha social, y solo se visibilizan las torturas de la dictadura posterior.

Es un acto de negacionismo sutil, que ignora que ese sótano fue testigo del secuestro y la reclusión inhumana impuesta por el MLN en 1971-1972.

Conservarla como sitio de memoria plena, sin recortes, sería reconocer que la violencia engendró violencia, que los fantasmas del pasado no se exorcizan con olvido selectivo, sino con verdad integral. De lo contrario, se perpetúa un discurso que se alimenta del odio: un odio a la discrepancia, a la complejidad histórica, que divide a los uruguayos entre "buenos" y "malos", entre víctimas intocables y victimarios invisibles.

Este fenómeno no es exclusivo de Uruguay. Un paralelismo inquietante se dibuja con la Ley de Memoria Democrática impulsada por el PSOE en España, que amplía la de 2007 para condenar los crímenes del franquismo, terribles, sin duda: miles de ejecutados, fosas comunes y exilios forzados.

Pero esa ley, criticada por su sesgo ideológico, silencia los excesos de la República: las checas —centros de tortura y ejecución sumarios, donde miles fueron asesinados sin juicio por milicias de izquierda— o las sacas de Paracuellos del Jarama en 1936, donde más de 2.000 presos políticos, incluyendo niños, fueron masacrados en represalia por el alzamiento franquista.

El PSOE, como la izquierda marxista uruguaya, promueve una "verdad oficial" que reescribe la historia para ajustarla a su ideario: se exhuman fosas franquistas, pero no se menciona el terror rojo; se repiten los horrores de la dictadura, pero se minimizan los de la República. Algunos valientes críticos la tildan de "sectaria" y "divisiva", argumentando que revive odios antiguos en lugar de sanarlos.

Y tienen razón: estas leyes no cierran heridas; las reabren con bisturí selectivo, imponiendo una narrativa que castiga la disidencia histórica como si fuera delito.

En Uruguay, como en España, lo que se logra con esta memoria parcial no es justicia, sino revancha. Se alimenta un discurso político tóxico, donde el odio al "otro" —al que no encaja en el molde victimario— se disfraza de virtud moral. El pasado trágico que enlutó a todos los uruguayos, familias destrozadas por secuestros, bombas, torturas y excesos de ambos lados, merece algo mejor: una memoria reconciliadora, que eduque sin adoctrinar, que honre a todas las víctimas sin jerarquías.

La "Cárcel del Pueblo" podría ser ese sitio: un recordatorio pedagógico de que la violencia, venga de donde venga, es el verdadero enemigo de la democracia.

Pero para eso, hay que dejar de lado la selectividad y abrazar la verdad completa. Solo así honraremos a los caídos y evitaremos que los fantasmas del ayer nos persigan mañana.

 

Ricardo Alba   El Día 25 de octubre 2025






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