El Partido Colorado y su desconexión emocional con el Uruguay de hoy
El Partido Colorado, que fue históricamente la fuerza política más influyente en la historia del Uruguay, atraviesa un ocaso prolongado que parece no encontrar fondo.
Pasaron 25 años desde su última victoria electoral en 1999. Ha perdido el favor del electorado, quedó relegado a un rol secundario en el escenario político nacional y hasta dentro de la tan manida Coalición Republicana. Lejos están los días en que su bandera flameaba como símbolo de identidad y esperanza para amplios sectores de la sociedad. Hoy, su imagen negativa y su incapacidad para reconquistar el corazón de los uruguayos, reflejan una desconexión emocional que puede ser fatal en la política contemporánea. Y hasta asistimos con estupefacción al triste espectáculo de ver como algunos de sus dirigentes departamentales trabajan para candidatos del Partido Nacional. Si importantes referentes locales no creen en su propio Partido, cómo podemos esperar que lo haga la ciudadanía.
El éxito político en la actualidad no depende sólo de propuestas racionales o de un historial prestigioso, sino de la capacidad de los líderes para generar empatía y resonar con las emociones de los ciudadanos, algo que el Partido Colorado parece desconocer. Históricamente, fue un pilar de la identidad uruguaya, asociado a figuras como Batlle y Ordóñez, Luis Batlle y Pacheco Areco, que supieron interpretar las aspiraciones, temores y esperanzas de su tiempo. Sin embargo, en las últimas décadas, esa cercanía se ha desvanecido. El Partido no ha logrado construir una narrativa que conecte con las preocupaciones actuales: la incertidumbre económica, la demanda de una mejor calidad de vida, el temor frente a una creciente delincuencia y el anhelo de una política más humana y menos distante.
La autenticidad percibida, un concepto clave para Durán Barba y Nieto en su libro “La Política en el Siglo XXI”, también brilla por su ausencia, con la única y honrosa excepción del departamento de Rivera. Los votantes uruguayos, pragmáticos y desconfiados por naturaleza, no ven en el Partido Colorado esa sinceridad que hoy se considera esencial. En lugar de mostrarse como “uno de ellos”, el Partido ha proyectado una imagen elitista y anclada en el pasado, incapaz de adaptarse a un electorado que valora la cercanía y la empatía por encima de las glorias históricas. Mientras otras fuerzas políticas han sabido utilizar historias y símbolos para movilizar emociones —piénsese en el Frente Amplio con su relato de justicia social o en el Partido Nacional con su apelación a la tradición—, los colorados parecen atrapados en un discurso nostálgico que no inspira ni convoca.
La psicología moderna nos recuerda que las decisiones políticas nacen primero de las emociones y luego se justifican con la razón. En este sentido, el Partido Colorado no ha logrado despertar entusiasmo ni confianza en un país que, tras 25 años sin verlo en el ejercicio protagónico del gobierno, lo asocia más con crisis pasadas que con soluciones futuras. Su incapacidad para ofrecer una narrativa renovada, que hable al corazón del ciudadano de a pie, lo ha dejado rezagado frente a competidores que, con mayor o menor acierto, han sabido leer el pulso emocional de la sociedad.
No todo está perdido para los colorados, pero el camino hacia la recuperación exige un cambio profundo. Se necesita recuperar la empatía perdida, hablar el lenguaje de la calle y no solo de los libros de historia, y demostrar vulnerabilidad y autenticidad en lugar de refugiarse en el prestigio de antaño. Como advierten Durán Barba y Nieto, en un mundo donde la política es cada vez más una experiencia humana, quienes no conecten emocionalmente con los ciudadanos están condenados al olvido.
El Partido Colorado enfrenta un desafío existencial: o se reinventa para volver a ser relevante, o seguirá siendo un eco lejano de su glorioso pasado.
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